Por años, las motivaciones para viajar estuvieron ligadas a la aventura, el descanso o la cultura. Sin embargo, en la última década, una nueva fuerza ha tomado protagonismo en las decisiones de viaje: la comida. Desde quienes cruzan océanos por una arepa auténtica hasta los que recorren callejones en Bangkok en busca del pad thai perfecto, el turismo gastronómico se ha convertido en un fenómeno global. Pero, ¿por qué viajamos para comer?
PUBLICIDAD
Más allá de una moda, la respuesta parece ser profundamente humana. Comer es una necesidad, sí, pero también una experiencia sensorial, emocional y cultural. Cada platillo es un relato en sí mismo: cuenta historias de un pueblo, de sus ingredientes, de su geografía, de su historia y hasta de su economía. Cuando un viajero se sienta a la mesa de un mercado local, no solo se alimenta: se conecta con la esencia del lugar.
La comida también es una forma de pertenecer, aunque sea por unas horas. Al probar un plato típico, el viajero deja de ser observador y se convierte en participante. Es una forma íntima de entender culturas sin necesidad de hablar su idioma. Un bocado de pho en Hanoi, una cucharada de ceviche en Lima o una porción de curry en Goa abren puertas invisibles y crean puentes donde antes solo había diferencias.
Las redes sociales han impulsado este fenómeno, convirtiendo platillos en destinos. Pero más allá del atractivo fotogénico de una comida exótica, está el deseo de vivir algo único, de saborear lo que solo existe ahí, en ese rincón del mundo. Es un turismo que se vive con los cinco sentidos.
Viajamos para comer porque comer es recordar. Cada viaje gastronómico se convierte en memoria. Aquella sopa en Marruecos en una noche fría, el pan recién horneado en una panadería de pueblo francés, el mangó con chile comprado a un vendedor callejero en Cartagena. Son sabores que no se olvidan, postales comestibles que regresan una y otra vez a la mente.
Quizá por eso, al final, viajamos para comer: para descubrir, para conectar, para sentir. Porque en un mundo cada vez más acelerado, detenerse a saborear algo nuevo es también una forma de volver a lo esencial.